En artículos previos he compartido mis teorías sobre qué pasa cuando uno no gana un concurso literario, pero… ¿y si lo ganas?, ¿qué pasa? Aquí les comparto mi experiencia, de la que me hago responsable y supongo que no será necesariamente lo que viva todo mundo… (los invito a participar con sus penas y glorias en el área de comentarios). Ojo, que todo este artículo remite a lo que sucede cuando ganas una convocatoria emitida por Secretaría de Cultura y otras instituciones gubernamentales… Los premios Alfaguara, Planeta, Herralde y etcéteras se cuecen aparte (y no, ninguno lo he ganado, claro).

Paso 1: La llamada y el delirio paranoide

Cuando ganas un concurso literario, lo primero que sucede es que alguien con un cargo interesante llama por teléfono. Tú estarás en un estado poco glamoroso (léase: chambeando como buen Godínez; legañoso y despeinado, luchando con la página en blanco o espiando por la ventana a ver si se te ocurre algo); responderás el teléfono con pocas ilusiones, porque ya has pasado varios días de responder las largas distancias con el corazón acelerado (eran sólo ofertas del banco o encuestas idiotas). Cuando te digan que llaman de Secretaría de Cultura de tal o cual lugar, sentirás que se te baja el azúcar, que te quieres jalar el cabello, que se te seca la garganta, pero conservarás la compostura como si esa persona estuviera realmente frente a ti y hubiera interrumpido tu enésima lectura del Quijote.

Antes de colgar, la voz alegre de la persona al otro lado de la línea te advertirá: “le pedimos que por favor, no comente aún el resultado, hasta que lo demos a conocer a través de medios oficiales…”

Es entonces que la paranoia se instala, y después de hacer una breve y privadísima danza de festejo, te preguntas: ¿entonces, a quién le puedo avisar?… ¿si le digo a mi mamá, será que pueden quitarme el premio?…

Paso 2: La publicación del resultado y evolución del delirio

Por fin sale en el periódico y le avisas a todos aquellos a los que les contaste que ya, es oficial y pueden gritarlo por todas las redes sociales. Tus amigos te felicitan, tus enemigos también. Gente que no conoces te manda solicitudes de amistad y tú aceptas a todos porque no cabes en ti de alegría: de verdad quieres tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar.

La persona que te llamó por teléfono antes ha vuelto a marcarte, diciendo que la gente de medios pronto se comunicará contigo. Así que, aunque el perfil de alguien parezca dudoso, lo aceptas porque igual y es reportero y no mames, ahora es cuando brillarás como una estrella y no vas a perder una sola oportunidad.

La paranoia se transforma en delirio de grandeza hasta que el primero llama, te hace preguntas de manera rápida y distraída, y te das cuenta de que no has preparado nada: no sabes cómo decir en pocas palabras de qué trata el libro premiado, dices que tus influencias son un par de autores que amas pero no has leído en un buen rato y te preguntas qué pasará si te piden que cites algo. Le echas la culpa a tus papás por haberte vuelto escritor y luego te arrepientes porque no nombraste a todos aquellos que te han acompañado en el camino. Tomas nota para la próxima: no quieres ser malagradecido. Llama el segundo y el tercero y ganas aplomo, te inflas, echas más choro, aunque el entrevistador parece tener prisa y luego confirmas cuando sale la nota, que de todas las joyas que lanzaste nomás cachó una.

Paso 3: El tequila y el feo gusano de la duda.

Quizás no sea tequila lo que suelas beber, pero ante las celebraciones con los amigos, los festejos con la familia, las palabras de todos los que sabían que algún día la ibas a armar en grande – “aunque no es momento de que dejes tu chamba, acuérdate que de eso te mantienes, no la vayas a regar”- tú aceptas todos los consejos y bebes lo que te ofrecen: tequila, sangría, chela… “no, chela no, porque no cualquier día se gana lo que tú has ganado y al fin que tú pagas la cuenta. No, ¿cómo crees?, era broma…”

El feo gusano de la duda se instala entonces al fondo de tu estómago, aunque la botella ni gusano traía (pediste uno barato, por si acaso). ¿Y si tu trabajo en realidad no es tan bueno para merecer el premio? ¿Qué va a pasar ahora que todos te dicen que quieren leerlo? ¿Si se reconocen entre los personajes, van a estar igual de contentos? ¿Y si te piden prestado? ¿De verdad tiene razón tu tío, y deberías de invertir lo ganado? ¿Cómo se llamaba el amigo que te dijo que se fue de viaje con tan solo treinta mil pesos? ¿Cuándo te dijeron que salía el libro? ¿La convocatoria incluía publicación o sólo el dinero?… ¿si lo publican, podrás elegir la portada o tendrá una de esas que siempre te han parecido un poco feas? ¿Lo distribuirán en el Sótano o en Educal? ¿Dónde está la Educal más cercana? ¿Será que ahora sí llegará tu trabajo a oídos de Herralde y te harás famoso? pero… ¿y si tu trabajo en realidad no es tan bueno?, ¿qué va a pasar ahora que todos te dicen que quieren leerlo?… y así, en un loop interminable, hasta que llega el día de la entrega del premio.

Aunque de eso platicaremos en la segunda parte de este artículo, para dejarlos picados, anticipándoles, claro, que el sueño de fama del ganador de premios literarios es eso: un sueño, y lo que sigue, se encargará de demostrárselo.

Imagen que ilustra al texto: «La consagración del emperador Napoleón y la coronación de la emperatriz Josefina» por Jacques-Louis David.

Compartió para impetuosa Cecilia Magaña.

Sigue leyendo la parte 2.

Escribir para un concurso literario… y ganarlo (parte 1)
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